Despacio.Nunca es demasiado tarde, nunca un texto es demasiado largo, nunca hay demasiada prisa.
Encuentra el olor, el sabor, la imagen. Encuentra el mensaje.
Escribo mi película, tú lees mis líneas y ves la tuya.

Seguidores

domingo, 12 de mayo de 2013

Mis historias que no me dejan dormir (por escribirlas).

Siento que a veces me traiciono a mí misma. Mi desgana existencial tan acostumbrada a residir dentro de mí, tan interiorizada... Destroza. Modifica mis palabras antes de salir por mi garganta en uno o dos hilos de voz. Quiero ser de otra manera, pero esto es todo lo que queda de lo que se supone que quiero ser. Aunque no estoy tan segura. Eso de la seguridad es algo que desconozco.
Estoy impaciente, indecisa, confusa. No supe qué decir y ahora no sé qué pensar. Siento ser ese tipo de persona que cae en las trampas que ella misma fabrica. Y se hace daño, ante todo haciendo daño a los demás.
Cuánta paciencia necesito para soportarme. Es conmigo misma con quien tengo que convivir veinticuatro horas al día, no con nadie más.

La niña esperaba una respuesta. Todos se la daban, yo callaba. Debería haber ido junto a ella, haber pasado la noche con ella. Acostarnos pronto, hacer lo que ella dijese, no dormir. Debería.
Cuando supe que las posibilidades de ir eran mínimas, en voz alta mostré mi acuerdo: "Hoy voy, ¿no? Ya que no fui ayer..." He de decir que en cuanto pasaban las horas y el momento se acercaba, la idea comenzaba a disgustarme. He de decir, también, que en cuanto pasaban un par de horas más de la cuenta, el alivio era inminente. No sé si era pereza, miedo (¿a qué?) o falta de costumbre, lo que estaba claro era que no quería ir. Cuando el teléfono sonó, mi abuela no se anduvo con contemplaciones y no sé si por pereza, miedo (¿a qué?) o falta de costumbre, su 'no' fue rotundo. Sin comunicarlo conmigo, sin esperar una respuesta de mis labios. Todos decidieron por mí, pues ante todo yo no mostré ninguna intención de hacerlo. Para qué mentir, la culpa siempre es de uno.

Me imaginé a la pequeña llorando, pues estaba segura de que así lucía la situación. El típico disgusto de los siete años y el comprender menos de la mitad (de todas formas, más de lo que ellos se creen). La culpa pesaba sobre mí, junto a todo lo demás que hacía de mi alma un papel arrugado a punto de ser tirado a la basura y de mi cuerpo un lastre irremediable. Ahora que la posibilidad era prácticamente inexistente me veía capaz de ir. Ahora que el inventado peligro había finalizado. Siempre la misma historia.

La niña lloraba en su cuarto, sola como no lo deseaba, mientras sus padres intentaban quitarle la razón. Yo me senté a escribir un kilómetro o dos alejada de ese escenario, infeliz pese a conseguir lo que aparentemente quería.
Sólo sabría añadir que el ser humano nunca está conforme, siempre hay algo que falla.